El Secreto que Jesús Susurró a los Sencillos de Corazón

Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,25-27):
En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.»
Palabra del Señor

Una alegría que brota del corazón:
Hay momentos en la vida en que uno no puede contener una emoción, una de esas alegrías profundas que nacen de repente y que necesitan ser expresadas. Así me imagino a Jesús en este pasaje. No está dando un sermón planificado ni una catequesis estructurada. Está, simplemente, orando en voz alta, dejando que su corazón hable directamente con su Padre. «Te doy gracias, Padre…». Es el estallido de gozo de quien ve con claridad algo maravilloso: el modo tan particular que tiene Dios de actuar en el mundo. No es una alegría por un milagro espectacular o por una multitud que lo aclama, sino por algo mucho más íntimo y profundo: la lógica divina, que pone de cabeza nuestras expectativas humanas.
El secreto mejor guardado:
Jesús da gracias porque el Padre ha «escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños». ¿Quiénes son hoy esos «sabios y entendidos»? Quizás no son solo los grandes académicos o intelectuales. A veces, podemos serlo nosotros mismos cuando nos llenamos de certezas, cuando creemos que ya lo sabemos todo sobre la fe, sobre cómo funciona la parroquia o sobre lo que Dios quiere de los demás. Nos convertimos en expertos de lo divino, con respuestas para todo, pero con un corazón cerrado a la sorpresa. En la vida de una comunidad parroquial, a veces se ve: personas que controlan, que imponen su visión, que se sienten dueñas de un carisma o de un espacio, y sin darse cuenta, le cierran la puerta a la novedad de Dios.
El tesoro de los sencillos:
Y entonces, ¿quiénes son «los pequeños»? Son aquellos que viven con el corazón abierto, sin pretensiones. Son la señora que llega temprano a la iglesia para arreglar las flores en silencio, sin esperar aplausos. Son los jóvenes del movimiento apostólico que, con más dudas que certezas, se lanzan a una misión en un barrio difícil, llevando solo su guitarra y su disponibilidad. Son los padres de familia que, agotados al final del día, todavía encuentran un momento para enseñar a sus hijos a rezar. Ser «pequeño» no es ser ignorante o ingenuo; es ser humilde. Es reconocer que no tenemos todas las respuestas y que necesitamos de Dios y de los demás. Es la actitud de quien se sabe aprendiz en la escuela de la vida y del Evangelio. La grandeza del mensaje de Jesús no es un trofeo para el más listo, sino un regalo para el que tiene las manos vacías y el corazón dispuesto a recibir.
Un Dios que se deja conocer:
El pasaje termina con una declaración que es pura intimidad: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Esto podría sonar excluyente, como si el acceso a Dios fuera para un club privado. Pero es todo lo contrario. Jesús, al revelarnos su relación única con el Padre, no está construyendo un muro, sino un puente. Nos está diciendo: «Si quieren saber cómo es Dios de verdad, ese Padre bueno, Señor del cielo y de la tierra, mírenme a mí. Vengan conmigo». La revelación no es una fórmula matemática que hay que descifrar, sino una relación personal que hay que cultivar. Él quiere revelarnos al Padre. El único requisito de entrada a esa revelación es la sencillez de corazón, la misma que lo hizo estallar de alegría. Es una invitación abierta a todos los que se sienten pequeños, cansados de las complicaciones del mundo y sedientos de una verdad que no se impone con la fuerza de la razón, sino que se acoge con la ternura de la fe.
Meditación Diaria: Hoy, el Evangelio nos regala un respiro y nos invita a la alegría de Jesús. Nos recuerda que no necesitamos tener todas las respuestas ni ser perfectos para acercarnos a Dios. Al contrario, es en nuestra pequeñez, en nuestras dudas y en nuestra vulnerabilidad donde Él prefiere manifestarse. Deja a un lado la presión de ser un «sabio y entendido» en todos los aspectos de tu vida y de tu fe. Abraza tu sencillez. Tu corazón humilde y abierto es el lugar preferido de Dios, el terreno fértil donde Él quiere sembrar sus mayores tesoros. No te compliques buscando a Dios en lo extraordinario o en lo complejo; encuéntralo en la simpleza de un gesto de amor, en una oración sincera desde tu cansancio, en la confianza de saberte amado tal y como eres. Esa es la revelación que Jesús quiere regalarte hoy.