El banquete que no busca recompensa
Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,12-14):
En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»
Palabra del Señor.

Un banquete diferente:
Jesús no está hablando solo de comida, sino de una manera distinta de mirar la vida. En un mundo donde las invitaciones suelen ir acompañadas de cálculos y recompensas, Él propone una revolución silenciosa: servir sin esperar nada a cambio. Es como si dijera: “deja que tu mesa sea una extensión de tu corazón, no de tus conveniencias”.
En nuestras comunidades, esto se traduce en esas pequeñas cosas que nadie ve: ofrecer tiempo a quien llega tarde a las reuniones, escuchar con paciencia a quien siempre interrumpe, o preparar café después de misa sin buscar aplausos. Son gestos que no aparecen en los informes parroquiales, pero que construyen Reino.
El valor de quien no puede devolver el favor:
Jesús menciona a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. Hoy podríamos pensar en las personas que no tienen voz en nuestras comunidades: los que siempre están detrás del telón, los que llegan heridos por la vida y apenas se sientan al fondo del templo. Son ellos los que llenan la mesa del Evangelio con humanidad auténtica.
Cuando los incluimos, el ambiente cambia. Las reuniones dejan de ser burocráticas y se convierten en encuentros donde todos aprenden. En el trabajo pastoral, estos “invitados” nos enseñan más sobre la fe que muchos manuales. Porque su presencia nos recuerda que servir no es una estrategia, es una manera de amar.
El servicio que no necesita reconocimiento:
Cada parroquia tiene personas que dan su vida en silencio: los que barren el templo, los que colocan flores sin que nadie se entere, los que cuidan los ancianos, o los que cocinan en una actividad sin salir en las fotos. Jesús pone los ojos precisamente ahí.
En la vida apostólica, la verdadera grandeza no está en los micrófonos, sino en los delantales. Cuando servimos sin buscar recompensa, algo profundo ocurre: descubrimos que dar también nos alimenta. Ese es el banquete que Jesús promete, el que no se paga con monedas, sino con gozo.
Aprender a invitar con el corazón:
Invitar no es solo abrir la puerta, sino hacer sentir que alguien tiene un lugar. Y ese “lugar” no siempre es en la mesa física, sino en la comunidad, en la conversación, en el grupo de oración o en el simple gesto de preguntar: “¿Cómo estás?”.
Jesús nos enseña que el Evangelio no se predica solo con palabras, sino con la hospitalidad del alma. A veces, basta un saludo amable o una sonrisa sincera para que alguien vuelva a creer en la bondad.
Un anticipo del Reino:
Cada vez que servimos sin esperar nada, el Reino de Dios se asoma. No hay trompetas ni multitudes, pero sí una alegría que no depende de la aprobación de nadie. En ese instante, nuestra vida se vuelve eco del Evangelio: sencilla, generosa, luminosa.
Quizás nunca nos devuelvan el favor, pero en el fondo sabemos que ese bien no se pierde. Jesús lo transforma en gracia, y esa es la paga más bella: sentir que estamos viviendo el amor en su forma más pura.
Meditación Diaria: Servir sin esperar nada a cambio es la lección más liberadora del Evangelio. Jesús nos invita a descubrir la belleza de compartir lo que somos, no lo que tenemos. Cuando ayudamos al que no puede devolvernos el favor, algo en nosotros se sana. La comunidad florece cuando aprendemos a mirar con ternura y a actuar con generosidad, sin listas ni recompensas. El Reino de Dios comienza en los pequeños gestos que nacen del corazón. Hoy, cada palabra amable, cada acto de servicio y cada mano tendida son parte de ese banquete donde Jesús mismo se sienta a nuestro lado, silencioso, feliz, viendo cómo el amor se hace vida en nosotros.







